26 de Octubre del 2025

30a Semana Ordinario

San Evaristo (s. II)

Santa Paulina Jaricot (1862)

 

Eclesiástico 35,12-14.16-18: Los gritos del pobre atraviesan las nubes

Salmo 34: «Cuando el pobre llama, el Señor le escucha»

2 Timoteo 4,6-8.16-18: Me aguarda la corona

Lucas 18,9-14: Quien se humilla será exaltado

 

En aquel tiempo, por algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús les contó esta parábola: 

10 Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, el otro recaudador de impuestos. 

11 El fariseo, de pie, oraba así en voz baja: Oh Dios, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres, ladrones, injustos, adúlteros, o como ese recaudador de impuestos. 

12 Ayuno dos veces por semana y doy la décima parte de cuanto poseo. 

13 El recaudador de impuestos, de pie y a distancia, ni siquiera alzaba los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Oh Dios, ten piedad de este pecador. 

14 Les digo que éste volvió a casa absuelto y el otro no. Porque quien se alaba será humillado y quien se humilla será alabado.

 

Comentario 

En la primera lectura nos queda clara la opción preferencial de Dios hacia las personas empobrecidas. Todas aquellas personas o grupos humanos excluidos, descartados del sistema actual (migrantes, indígenas, homosexuales…). A toda comunidad creyente se le invita a manifestar mediante acciones justas su profesión religiosa, haciendo también opción y buscando transformar esas realidades de injusticia y no viviendo delante de Dios como puros o escogidos y de espaldas a la realidad. El verdadero culto agradable a Dios nos conduce por un camino de conversión personal, social y económica. Solamente por este camino de justicia tendremos la entereza de vivir el evangelio como lo menciona Pablo en la II carta a Timoteo, obteniendo una fe comprometida y no mágica.

En el evangelio Lucas nos propone dos figuras, la de un fariseo y un publicano; el primero, para los observantes es visto como “puro y bueno” y el segundo, como persona infiel a las tradiciones religiosas. Ambos personajes son presentados realizando una práctica fundamental para toda comunidad creyente: la oración. Es catequético recordarnos que la madurez de la relación con Dios se expresa en gran medida en nuestra vida orante. Si nos fijamos en la actitud del publicano, despreciado por tratar con paganos, no podía ni alzar su mirada, manifestándonos una dignidad disminuida. ¿Cuántas personas van por la vida sintiéndose menos, sobre todo por temas morales? Este es uno de los riesgos de muchas comunidades creyentes, especialistas en mirar los errores o traspiés de las personas. Y es doloroso descubrir como en nombre de Dios hemos creado tantas rupturas en la vida de nuestras comunidades, con el ojo condenatorio de la indignidad. Por otro lado, tenemos al fariseo, lleno de orgullo porque ha retribuido a Dios “ayunos, diezmos, cumplimiento…”. El mensaje para nuestra fe es directo: Dios no necesita de nuestros méritos para premiarnos o de nuestras caídas para castigarnos.

Necesitamos purificar las motivaciones de nuestra oración y cuestionarnos si nuestros monólogos con Dios son para justificarnos, como el fariseo, o son el reconocimiento humilde que le abre a la gracia de Dios. ¿Es nuestra oración capaz de interpelar el corazón y descubrir la mirada compasiva de Dios? Cuidémonos de no malentender a Dios, pensando que abonamos en actos de bondad a una cuenta bancaria de salvación individual.

Oh Dios, ten piedad de este pecador”, es la invitación humilde de una súplica veraz, que nos lleva a examinarnos, no a incriminarnos en culpas. Esa sinceridad es la que busca Jesús en su comunidad discipular; la autosuficiencia sólo nos impide abrirnos al amor y la misericordia de Dios.

“Una nada destinada a marchitarse, y sin embargo habitada por un dinamismo de vida imparable, imprevisible, pascual” (Sínodo de la Sinodalidad, I Sesión, octubre 2023).