Primera lectura: Hechos 1,1-11:
Lo vieron levantarse
Salmo: 47:
«Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas»
Segunda lectura: Hebreos 9,24-28; 10,19-23:
El que hizo la promesa es fiel
Evangelio: Lucas 24,46-53:
Mientras los bendecía, iba subiendo al cielo
ASCENCIÓN DEL SEÑOR
47 que en su nombre se predicaría penitencia y perdón de pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén.
48 Ustedes son testigos de todo esto.
49 Yo les enviaré lo que el Padre prometió. Por eso quédense en la ciudad hasta que sean revestidos con la fuerza que viene desde el cielo.
50 Después los condujo [fuera,] hacia Betania y, alzando las manos, los bendijo.
51 Y, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo.
52 Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén muy contentos.
53 Y pasaban el tiempo en el templo bendiciendo a Dios.
La Resurrección de Jesús y su Ascensión a los cielos forman una unidad indivisible. Hoy, particularmente, celebramos la coronación de una vida llevada a su plenitud. Podemos decir con espíritu pascual: «Este es el día en que actuó el Señor». Los cuarenta días que la liturgia separa ambas fiestas son un mensaje para conocer el camino que recorrieron los primeros testigos de la Resurrección. El número cuarenta evoca los años y los días de Desierto, del pueblo de Dios camino a la tierra prometida y de Jesús previo a iniciar su proyecto evangelizador. Si Jesús asciende en el camino hacia Dios, fue porque primero descendió hasta cumplir su compromiso redentor. Como decimos en el Credo: “descendió a los infiernos”, para liberarnos de las tentaciones, de la esclavitud y de la muerte. Es Dios el que desciende a reconstruir la humanidad que se empeña en programaciones equivocadas como en la Torre de Babel (Gen 11,5). Es el Dios que desciende al escuchar los lamentos de los esclavos (Ex 3,8). Es el Dios de Jesús que desciende en su Hijo que nace y muere en la periferia para salvarnos de la muerte eterna. Asciende todo aquel que como Jesús se realiza como persona y es capaz de vivir en el amor. Asciende quien deja esa vitalidad que el Espíritu de Dios se encarga de mantener encendida.
«Me voy a prepararles un lugar» (Jn 14,2), ha dicho a la comunidad discipular, como garantía de su permanente vinculación y compañía. Esta despedida la realiza en lugares significativos: Betania (Lc 24,50), lugar entrañable que sabe a calor de hogar y también Galilea (Hch 1,11), el territorio de su proyecto evangelizador. Son lugares teológicos que configuran la vida y las relaciones, manantiales de memoria agradecida. Pensemos en aquellos lugares y personas que han marcado positivamente nuestra vida, impulsándonos a amar, a no desfallecer, apreciando lo bello y bueno de la vida.
La carta a los hebreos en lenguaje litúrgico nos dice que Jesús entra en el Santuario de Dios para interceder por nosotros (Heb 9,24). Vivir con esta certeza de fe, nos asegura no caminar nunca solos o a la intemperie. Nos pide no quedarnos extasiados contemplándole, como distante o distinto. Sabiéndonos portadores de su presencia resucitada, compartamos con el mundo esta buena noticia (Mc 16,15).
Rememoramos su despedida con cierta nostalgia, pero nos sabemos poseedores de su Espíritu. Es una fiesta para reflexionar sobre el impacto positivo o negativo que estamos dejando en el mundo.
“La vida se alcanza y madura a medida que se la entrega para dar vida a los otros. Eso es en definitiva la misión” (EG 10)