Primera lectura: Éxodo 34,4b-6.8-9:
«Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso»
Salmo: Interleccional: Dn 3:
«A ti gloria y alabanza por los siglos»
Segunda lectura: 2 Corintios 13,11-13:
«Estén alegres, vivan en armonía»
Evangelio: Juan 3,16-18:
Dios mandó a su Hijo para que el mundo se salve por él
Santísima Trinidad
17 Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él.
18 El que cree en él no es juzgado; el que no cree ya está juzgado, por no creer en el Hijo único de Dios.
En esta solemnidad en la que reconocemos las manifestaciones de Dios en la historia humana, estamos invitados a confrontarnos con nuestra propia experiencia de fe. Puede que nos pase lo que al pueblo de la Biblia que, poco a poco, fue reconociendo, en medio de la pluralidad de dioses de su entorno, unas características propias del Dios que lo cuidaba y guiaba. Lo experimentaron como un Dios justo, siempre dispuesto a defender a las víctimas y, a la vez, misericordioso y paciente.
Este Dios experimentado con características paterno-maternas es el Dios creador que se vació a sí mismo en su obra creadora y se abajó hasta encarnarse en Jesús, completamente comprometido con la liberación, regeneración y salvación por obra del Espíritu Santo. Un Dios comunitario invitándonos a ser familia humana solidaria con todas las criaturas.
Pero, ¿cómo comprender y encontrar el amor del Dios-Comunidad en un mundo que, detrás de sus ofertas de consumo y placer ilimitado, solo nos entrega violencia, dolor y tantas víctimas? ¿Por qué, siendo hijas e hijos de Dios, sufrimos tantas violaciones a nuestra dignidad y a nuestros derechos incluso en manos de quienes están llamados a procurarnos amor y justicia? La experiencia del sufrimiento, que tan bien conocen en nuestra América Latina, por ejemplo, las mujeres agredidas y violentadas tanto física como emocionalmente, vulnera la certeza del amor de Dios al mundo y a sus criaturas. Es entonces cuando surgen los cuestionamientos que probablemente incomodan a quienes no lo han vivido y, no obstante, en muchos casos, se apuran a “aconsejar” que hay que aceptar la voluntad de Dios, que es a causa de nuestros pecados y que lo que padecemos nos purifica. Cuando no, incluso, que lo merecemos y que a Dios no se lo debe cuestionar porque es Dios…
Aun cuando no hay respuestas concretas a tales cuestionamientos, la experiencia fundante de este Misterio que es Dios, inefable, trascendente, y a la vez compasivo, cercano, íntimo, porque habita en nuestros corazones, siempre se manifiesta en las personas y lugares menos pensados. Quizás en la fuerza interior para seguir adelante, en el viento que nos refresca, en los momentos de soledad en el hogar, en el bullicio del trabajo, camino a la casa, en el amigo o amiga, etc. Solamente hay que afinar los sentidos para “sentir” su presencia y “escuchar” su “voz”. El Dios en quien tenemos puesta nuestra confianza quiere nuestra felicidad, anhela que seamos imagen de su bondad y que nos esforcemos por desterrar la maldad y seamos sus manos y sus pies en ese empeño.
“Nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana” (GE 6).